Durante los días de la huelga general indefinida de junio, aquí en Pucallpa, mi abuelo se quedó varado en la ciudad al cancelarse todos los vuelos. Por esos días nos visitaba para el cumpleaños de mi abuela, Soronjita. Él vive mucho más al norte del mapa, a cuatro horas de Iquitos surcando el Amazonas, en un poblado que se llama Tamshiyacu. Allá tiene dos albergues-clínicas que atienden a viajeros en busca de tratamiento medicinal con plantas y ayahuasca, una liana tradicional amazónica con propiedades curativas y alucinógenas. Dadas las cincunstancias (la inactividad, el silencio, la comunión, el aburrimiento), sintió las condiciones para hacer una ceremonia de ayahuasca en la casa. Invitó a todos los miembros de la familia que nos sintiéramos preparados, con ánimo; a los tres turistas que lo acompañaban desde Iquitos, dos alemanas y un austríaco que eran sus aprendices de entonces; a un amigo periodista que llegó a mi casa de vacaciones y termino como corresponsal provincial; y a unos cuantos amigos que se aparecieron a saludar durante la víspera.
Mi abuelo, Agustín Rivas, se inició el ayahuasca hace más de treinta años. Convertido en Shaman, es ahora un reconocido Muraya -entre los mestizos llaman así a los maestros ayahuasqueros de rango elevado. Es uno de los casos, como el del pintor Pablo Amaringo, en que la caza de inspiración lo llevó a forzar su conciencia y a inesperados destinos espirituales. Su pasión de entonces era esculpir, en enormes piezas de madera renaco, la naturaleza, las costumbres y -más adelante- la mitología de la selva. Entre la cura de alguna enfermedad pasajera y el apremio por nuevas sensaciones llegó, a finales de los años 60s, donde un curandero shipibo que lo adentró en el misticismo del ayahuasca y la medicina natural. Varios centros ceremoniales y albergues de sanación tuvo luego en las afueras Pucallpa, antes de emigrar a Tamshiyacu a principios de los 90s, donde levantó lo que él denomina "su paraíso personal", un lugar llamado Yushintayta, padre del alma. Entre sus pacientes le dicen con cariño Don Agustín. Con él he tomado ayahuasca decenas de veces desde los seis años de edad, con excepción de una oportunidad en que lo hice con mi tío Agustín, su hijo y heredero espiritual.
Mi abuelo, don Agustín, en la portada de su disco de música ceremonial
La noche del sábado a la que mi abuelo nos había citado eramos poco más de doce los sentados en semicírculo en la salita del primer piso. Al frente nuestro, en medio de una esquina, entre la puerta y la columna central, la mesa del comedor estaba convertida en altar. Detrás de ella, casi pegado a la pared, al lado de un amplio espejo de medio cuerpo, mi abuelo vestía túnica y llevaba el pelo largo y suelto. Por casi una hora nos explicó las bondades del momento (la primera vez de muchos) y la cosmovisión que ha adquirido con el pasar de los años. Entonces, fue llamando a los invitados en grupos de tres y les sirvió el brebaje en una pequeña copa de la que bebieron. A mí me dio una dósis pequeña, porque al día siguiente tenía que trabajar muy temprano. Por ser el último, tomó conmigo. El fuerte amargor del palo seco que se impregnó por varios minutos en mi lengua y aliento me era familiar. Apagaron las luces. Me recosté en mi asiento y me relajé, demasiado seguro de mi relación con la medicina. De ahí surge mi primera hipótesis: mucha confianza, casi presunción de mi parte, pudo ser percibida como una afrenta por ella.
Con los años he fundado algunas premisas sobre el ayahuasca. Primero, no temerle. La gran mayoría de fenómenos que ocurren durante el trance provienen de nosotros mismos: la energía, que recopilamos con el pasar de nuestros años en forma de sensaciones, presentimientos, razones, ideas, sentimientos y tantas otras manifestaciones que inclusive pueden no recibir un nombre en nuestra cultura. Todo se condensa en nuestro cuerpo y espíritu (la resaca de todo lo sufrido, empozada en el alma, introduce Vallejo). Esta "carga" produce una "descarga" gracias el ayahuasca. Tomando en cuenta de donde provienen sus efectos, el temor al ayahuasca significa el temor a nosotros mismos, partículas del Universo. Es erupción de visiones extraordinarias, sin un orden más que el dado por la naturaleza, representada en la Madre ayahuasca. Esto me trae a mi segunda norma. Es imposible domar a la Madre ayahuasca. Ella tiene el poder; lo único que nos salva de perdernos en el limbo que llevamos dentro es dejarnos llevar a través de los territorios, en ocasiones celestiales y en otras infernales, por donde ella nos encamina durante la mareación. Del matrimonio entre la Madre ayahuasca y nuestro (in)conciente, individual y colectivo, se originan conversaciones muy lúcidas y fricciones ininteligibles. Llegado el momento, ambos son un sólo ente que nos maneja con responsable demencia. En el trance, las decisiones de nuestra(s) conciencia(s) las toma la Madre ayahuasca. Pero las decisiones de la Madre ayahuasca son producto de nuestra memoria e imaginación.
La primera experiencia que compartimos en aquella ceremonia fue nombrada por nuestro amigo austríaco como la regresión al estado embionario de mi primo Julio Agustín. El muchacho de veinte años serpenteó por todo el suelo del salón, mientras gimoteaba por algún deseo inconfeso. Mis sentidos, mi percepción y mis juicios ya estaban empezando a distorcionarse. Veía en Julio un engreimiento exagerado y varios demonios que el ayahuasca me ha prohibido difundir. Su actuar se volvió incontrolable, por lo que mi abuelo pidió que prendamos el fluorescente; una situación inédita para mí. Con mis ojos ya bastante sensibles a la luz, vi como trataban de controlarlo mi tía, mi abuela y mi hermana, que estaban de expectadoras. Tal fue la precupación, que el Shaman expresó, con fatidio, Este ya lo malogró todo, justo cuando Julio abrazó su pierna y le mordió el zapato. Se acurrucó en el suelo junto a su abuelo y empezó a calmarse definitivamente. Apagamos la luz cuando las personas ya habían empezado a expresar molestia y breves quejas. Según nuestro amigo austríaco, fue entonces cuando empezó mi despegue.
En su prólogo a Las Enseñanzas de Don Juan, Octavio Paz propone que "la acción de los alucinógenos (tomados con disciplina física y espritual) es doble: son una crítica a la realidad y nos proponen otra realidad (...) La visión de la otra realidad reposa sobre las ruinas de esta realidad". Un medio, un canal, entre nuestros varios mundos. Las realidades aparecen en la mente como diversos estados de conciencia, que despiertan con el ayahuasca. El subconciente se abre. De algún modo, el ideal del psicoanálisis se estaciona en estas visiones. El subconciente deja de existir como tal, saliendo a flote, repartiendose en la mente y los sentidos. El caos del mundo se clasifica nuevamente bajo distintos criterios y realidades que coexisten durante las cuatro horas de ritual. Damos vuelta a la perspectiva desde la que observamos nuestro mundo, para aprehender lo que somos, tenemos, hacemos, deseamos y creemos, de otra manera. Por única vez en nuestras vidas, podemos comparar sueño y vigilia en un mismo plano: cotejar la realidad.
Julio y yo eramos los únicos nietos del Shaman, presentes, que bebíamos ayahuasca esa noche. Se activó lo que ahora interpreto como los vasos comunicantes que silenciosos e imperceptibles me enlazaban a él. Mientras él bajaba de su trance, yo empecé a subir, en una especie de guión muy bien sincronizado. El engreimiento absoluto que observé en él ahora lo sentía propio, despierto en una de las realidades que se superponían a mi presencia en la sala de mi casa. Con él vinieron también los demonios y los miedos. Mi cuerpo temblaba y mis brazos se levantaron sin que los pudiese dominar, a pesar que insistía en resistirme. Miedo y rebeldía. Como un adolescente que no aprende de las experiencias, incumplí las premisas que yo mismo me había propuesto. En castigo, mi cuerpo se sacudía y mi voz se deformaba en bramidos, a los cuales creo que intentaba dar ciertos tonos musicales. Por instantes despertaba para pedir que las mujeres canten con el Shaman. Buscaba sosiego. Llamé a mi hermana, la abracé y sollocé. Descendí por un instante al territorio de los mortales y me lancé hacia el segundo piso, tratando de encontrar descanso; pero fue inútil. Caí en la habitación de mis padres y me eché en su cama, donde me revolvía y, por momentos, convulsionaba. No se quiere ir... que termine ya, exclamaba, al tiempo que las fuertes arcadas me empujaban al borde de la cama. Quería expulsar la medicina del interior de mi cuerpo. Me sentí exorcizado. Tenía un yo que quería detenerlo todo, cuando mis yos emergentes se rebelaban. Bajé nuevamente el salón con ayuda de los turistas que llegaron con mi abuelo. Seguía muy mareado, mientras que al resto de personas ya les estaba pasando elefecto. Estaban cantando. A un señor le subió la presión, pero mi abuelo lo controló con ayuda de la familia. Yo aún no conseguía unir mis existencias a una sola realidad. Quería estar lejos de la gente. Me fui a dormir.
La resaca espiritual aún la siento a manera de penetrantes confusiones y graves certezas. Es como querer salir de una adolescencia tardía o quitarme los rezagos de ella. Este viaje fue quizás una de las peores sensaciones de mi vida, aunque sus consecuencias psíquicas y sociales recién las estoy decifrando. Como he dicho antes, en la mareación la Madre ayahuasca me prohibió, imperativamente, contar los detalles sobre varias visiones y mensajes, quizás poniendo a prueba una nueva rebeldía de mi parte. Con el tiempo, he ido reconociendo otros pedidos del ayahuasca, como el de obtener la paciencia de los árboles. Se me viene a la cabeza una hermosa frase de Miguel Angel Asturias. Son el alma sin edad de las piedras y la tierra sin vejez de los campos. Veo a mi abuelo Shaman en esas palabras, a la Madre ayahuasca por encima de la historia, a la memoria que prescinde del tiempo y la imaginación que encuentra un lugar en el espacio.