16 octubre 2007

Cumbia para un museo***

Para juntar bufeos colorados, travestis orgullosos, asesinos inclementes y atardeceres inolvidables le basta un pincel. Para salvarse de la nostalgia están las rosas, los corazones, las sirenas, Sarita Colonia y Lala, su novia. Para verse al espejo Christian Bendayán tiene la selva, cubierta en paños fosforescentes. Sus ojos se pierden cada vez que recuerda cómo salió de Iquitos, en medio del ayahuasca y los baños en el Amazonas.


“These glory days can take their toll, so catch me now before I turn to gold. Yeah we'd love to hear your story just as long as it tells us where we are --that where we are is where we're meant to be”.
Pulp

Christian es el personaje principal en todas sus pinturas. Es un bufeo. También un niño, una santa o su propio gemelo. Es a él a quien rodean los enfermos y, en especial, las mujeres.
-- Soy tan machista que no pinto hombres; el único hombre al que voy a pintar es a mí –afirma con seguridad de montaraz.
El detalle de aquel machismo nos mira en pinceladas toscas o trazos rectos y verticales. Mientras menos sensual la figura, mayor todavía su machismo. Aunque prefiere entenderse viril. Por no parecerle atractiva, Christian desprecia la estética masculina. En cambio, se busca a sí mismo como el personaje principal de sus pinturas. Hasta que uno encuentra que pintó a un hombre con mayor protagonismo que él. Es Luis Cueva Manchego, Lu.Cu.Ma., un fratricida a los catorce años, con varios descuartizamientos en su haber, que después se volvió pintor y muralista y religioso y solitario y sobreviviente en la cárcel. Tiene una cara inconfundible de cantante tropical. Por eso Christian pintó a Lu.Cu.Ma. por encima del personaje Bendayán. Porque si Christian viviese en el mundo bajo la ética de sus pinturas, sería Luis Cueva Manchego. Entonces Luis Cueva Manchego es un Bendayán, pero en la vida real.

Su ego es tan grande que el resto de hombres deben ser homosexuales y travestis para ganar dignidad en su pintura. “Si la relación hombre–mujer está marcada por la demanda de diversión del primero y la necesidad de amor de la segunda, la relación entre homosexuales aparece como más ‘cómplice’, menos posesiva, más respetuosa”, advierte el sociólogo Gonzalo Portocarrero. Los primeros travestis que pintó venían de su imaginación. Hasta que conoció a la Pablo, andrógino y deslumbrante a sus 16 años, tantas veces reina de belleza en los huariques de la amazonía. Modeló para Reina sin corona, un personaje intenso y desprotegido recostado en un limbo rosa. Christian es famoso entre los gays de Iquitos. Pintó orgullo en un grupo al que sólo se le concede la vanidad. Le dio color a la vergüenza e hizo fosforescente la clandestinidad. Daba publicidad a los peluqueros gratis. Christian ya no se corta el pelo con los travestis de Iquitos. Ahora lo hace en Lima y donde una mujer.

El disco Obsequio, de Rafo Raez, está decorado con rojos de bufeos y colas de sirenas. Dosis de una idea que dejó de gustar a Christian, como tantas otras, en el camino de su arte. Suele atraerle más la idea en su cabeza que la que empieza a dibujar, por eso no duda en abandonar un cuadro. Le es difícil terminar lo que empieza y más aún hacerlo puntual. Para la inauguración de Cristiano, su exposición antológica del 2004, la gente lo esperaba en la Casona de San Marcos y el transporte en la puerta de su casa, pero él seguía retocando Y yo reinaré. Quería darle perfección a un Divino Niño hecho a la semejanza del sobrino de su novia, quién, según dicen, más parece un pequeño demonio. Pero la historia de la tapa del disco Obsequio empieza en el Amazonas y siendo un cómic. Es el Idilio Salvaje entre un delfín y una sirena que flirtean en una moto, recorren discotecas y pasan por la cama. Al regresar al agua, ella se queda enganchada en las ramas de un árbol sin hojas. Mientras, él toca el saxo en un río de árboles secos. Ambos se encuentran finalmente en el cielo, convertidos en nubes que sólo la selva puede acoger. Lo que quedó de esta historia son siete cartulinas pintadas a lápiz en una galería a la que también llegó tarde. Lala, su novia, es el rostro sobre la cola de la sirena.

Una pintura de Lala está en la sala de la casa ambos, dibujada sobre una orilla roja, con pezones de caracol y un letrero que dice siempre juntos. La ha retratado muchas veces desde que se conocieron en el año noventa. Se escapaban para gastarse el dinero de las clases de Christian, por eso duró sólo un mes en la Católica y otro en Bellas Artes. Las demás mujeres son para Christian mariposas que vuelan alrededor de su sirena Lala. Aunque Lala se convirtió en mariposa temporalmente en el 2000, cuando se separaron. Tres años después la pintó llorando sangre con alas amarillas y una nota que decía Adiós. Volvieron el año pasado y ella cuenta que nunca perdieron la comunicación durante el tiempo en que él paseaba por la selva, su otro gran amor. Entre Lala y la selva, los lienzos y los óleos no son una celestina. Las pasiones indecentes de la pintura de Christian, la selva que las ambienta, dadas las nostalgias y deseos que despierta, no se han llevado bien con Lala. Sin embargo, Christian ha logrado juntarlas varias veces.
-- Amo tanto a Lala como a la selva, pero las amo a ambas contra mi sano juicio –afirma con una artificiosa cita del cineasta Herzog.
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Su papá recogía los cuadros que, de pequeño, Christian dejaba incompletos y los terminaba. Le ponía cabeza a sus figuras decapitadas. Al tiempo, sin que nadie lo supiera, aparecían en su oficina. Teddy Bendayán tenía un poco de poeta y otro poco de pintor. Sabía que su hijo era más artista que él, pero no aguantó, alguna vez, las ganas de pedirle el pincel para retocar una obra. En su casa había un televisor de plástico con una cascada en la pantalla y luces de juguete. También esa horrible calata de cemento que mandó a poner junto a la escultura de la Virgen María. En el almacén del tercer piso, a sus ocho años, Christian se atrincheró con los baldes que sobraron cuando pintaron su casa de verde, amarillo, marrón y un blanco humo para el cielo raso. Entonces descubrió, con fascinación científica, que el esmalte es de aceite y el latex de agua. La mezcla imposible sobre el triplay fue el fondo desenfocado de su primera obra: un jinete y su caballo.

Doña Manuelita Zagaceta, su mamá, lo puso en clases de pintura desde niño. Como todos cosían en su casa, Christian se volvió prolijo dibujando figuritas en las tiras de tela que quedaban.
-- Bordar es pintar pero con aguja –dice el artista.
Cuando Christian quería para sus pinturas un marco, de la madera que sea, pona o palisangre, Doña Manuelita se lo concedía. La señora, dueña del colegio Corpus Christi en Iquitos, le hacía todos sus caprichos. A los cinco años, cuando viajó con sus cuatro hijos en bus desde Pittsburgh hasta Miami, regresando de la maestría en Antropología de don Teddy, compró a Christian una caja de colores que lo dejó inmutable las 36 horas. Doña Manuelita también lo apoyó cuando a los once años Christian fundó el semanario Luz Infantil, con Michelle, Toñito y otros amigos del barrio. Escribían a máquina juntos, madre e hijo, sobre el esténcil para el mimeógrafo del colegio, y en el encabezado firmaban Christian - Director. El semanario duró cuatro meses, pero recién a fines de los ochentas el pintor deja de firmar como Christian y cada cuadro suyo pasa a ser un Bendayán.

Bendayán suena ahora a Juaneco y Chacalón muertos de la nostalgia, a Cafeta Cuba en procesión con La Sarita, Héctor La Voe y Lucha Reyes cantando cumbias a dúo. Pero le gusta también Pulp, The Clush y Pink Floyd. Christian descubrió el rock en Radio Amazonas, la emisora de su papá en Iquitos, cuando tenía cerca de doce años. A los catorce ya era locutor su propio programa, Clásicos del Rock. A él y a sus amigos les encantaba conversar con don Teddy, cuya mezcla de erudición y huachafería era más que llamativa. Sin él y doña Manuelita, con la promoción que le hacían en la alta sociedad iquiteña o las colectas que organizaban con los vecinos para una exposición, Christian no hubiera salido del río. No bastó que viva en Lima toda la secundaria ni que lo expulsen del colegio Héctor de Cárdenas por fumar marihuana, para que termine de salir del útero de su familia. Fue recién cuando su padre enfermó, en 1999, que Christian empieza a despojarse de su protección. Con la exposición Edén, Christian estaba por enlutarlo. Incluso visualmente se reconoce el despegue en su siguiente individual.
-- Sepulto a mi padre en Tropical. –cuenta.
Es ese año cuando negocia sólo, por primera vez, con una galería.

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A Puchín lo conoció siendo éste barman de Don Félix, un bar que años más tarde se convertiría en la ONG La Restinga y que ambos fundaron para dar oportunidades a través del arte a los niños de la calle. A partir de 1994, Puchín pone ante los ojos de Christian un ambiente bohemio y limeño que era “más o menos a lo que aspiraba”. Por esos meses, tendría la primera exposición de su vida: Un pueblo sin tiempo. En Iquitos vivía el éxito y en Lima sus amigos disfrutaban de mucha droga.
-- Christian materializó las ideas de todos ellos –explica Lala, sobre la promoción de Puchín.
La mayoría eran estudiantes de comunicación de la Universidad de Lima y sentían apego por este charapita como cinco años menor, que tenía la peculiaridad de hacer visual sus curiosidades por lo popular, lo extravagante y lo chicha. Es a través de estos nuevos amigos que Christian saca punta a una sordidez que hasta ese momento sólo le hacía cosquillas. Y en febrero del ‘96, de vuelta a Iquitos, llama a su segunda individual Vírgenes, putas y travestis.

En Iquitos, un capricho de la naturaleza ha hecho que el río Itaya reemplace al Amazonas frente al boulevard. Entre los locales que acompañan en fila las calles de loza y los faroles, el Arandú era, en 1996, el bar favorito de Christian y sus amigos iquiteños. Aquel ambiente lo regresó al compañerismo y la libertad que no sentía desde una adolescencia que extrañaba. Entre la juerga y la experimentación, llegó al misticismo del ayahuasca, una liana alucinógena de nuestra tradición peruana, y regresó de esa aventura con malaria. Hasta entonces, sus azules o sus rojos eran relativamente sobrios.

El padre Maurilio de Iquitos le había pedido que pintase un Fray Martín. Pero recompuesto de la malaria, Christian lo transformó en una sirena enjaulada, rodeada de cerveza y lujuria. Ámame proyecta el dolor de alguien que no sabe cómo escaparse de la malicia a la virtud. Ya no había marcha atrás. El nuevo Bendayán estaba entre dos palabras difíciles: abigarrado y bizarro. Y para organizar Los Pecadores, tuvo que hacer un pollada cultural en el colegio de su mamá. Otra vez en el Arandú, con amigos capaces de trepar el asta de una bandera por una caja de cerveza. Esta nueva exposición ya dejaba relucir, hasta en el nombre, las reminiscencias de la culpa y los goces de la euforia. Inclusive, una reconciliación urgente con Lala, entre los montes de la selva central, atravesaba las emociones a Christian. Un Corazón Berraco se alistaba para Lima. Su cuarta exposición.

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Días de Gloria

Hay ocasiones en las que ningún pensamiento interrumpe la alegría. Uno trata de remar contra la tarde para que el tiempo no pase. Con los años, lo que se evoca no son acciones, sino una breve sensación irrepetible. Una luz que se resiste a morir, una huella tatuada en la memoria, una nostalgia que asfixia. El Amazonas. Son los amigotes con que se escapaba Christian cuando estaba en el colegio San Agustín de Iquitos para coger una chalupa o una canoa y nadar hasta el anochecer. Por muchos años, ya con varias exposiciones en su haber, Christian insistió a sus amigos en ir al río a pasear, tratando de encontrar esos instantes de jolgorio. Cuando por fin se dio cuenta que no regresarían, decidió pintar Días de Gloria. La foto nunca tomada de los niños jugando en la canoa tiene un hiperrealismo que, sin embargo, no ha podido hacerse real. Aunque en cada color, en cada gesto sutil, está esa breve sensación traída de vuelta a la que Christian trata de encontrar un nombre.
-- Se llama felicidad.
-- Así es –responde con la mirada perdida en la pared.

“Nunca los homosexuales, travestis, peluqueros de la periferia se mostraron tan feos pero a la vez tan cálidos en sus disfuerzos y su fingida feminidad. Nunca las prostitutas, los delincuentes, los adolescentes de rostros famélicos y pantalones holgados adquirieron una existencia trascendente, cotidiana. Nunca un quinceañero y una rosa fueron tan militantemente grotescos. Nunca los presidiarios se parecieron tanto a chicheros como Tongo y Chapulín el dulce. Nunca Iquitos se desnudó en toda su huachafería y, sin embargo, se concibió tan real”, escribe Paco Bardales, un escritor amigo y paisano de Christian, en un resumen de su obra difícil de igualar. Ya no quiere universalizar su pintura, representar todo el Perú en un tono fosforescente o en una frase exótica. Pero se sabe encaminado por la senda que es políticamente correcta, formalmente deseable, entre los pintores exitosos. Su rebeldía es sencilla pero atrevida en Lima, a la par del reconocimiento público. Está aprendiendo a combatir las ganas de regresar a su río en forma de bufeo con la mejor de las técnicas: dibujando al bufeo.

Nostalgia y ambigüedad. La selva y Lala, libertad y disciplina, euforia y culpa, lo romántico y lo sórdido, lo chicha y lo formal, el muchacho Christian y el pintor Bendayán. Así se resume la nebulosa de su futuro y la contundencia de su pasado. En Atardecer, una ventana está llena de círculos de concreto que se repiten fatigosamente, obstruyendo la visión de un atardecer exacto y rojo. Uno no sabe por dónde meter la mano para alcanzar la mansedumbre del río, la paz de su viento, el olor de la orilla verde. Al fondo, detrás de la ventana, está el mundo donde Christian huicapeaba mangos con una piedra para comérselos. Unos días de gloria más, por favor, parece repetir cada orificio del cuadro.

Atardecer

***Esta crónica es de julo de 2006.
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1 comentario:

Héctor Josué dijo...

Pude apreciar la muestra que sobre Bendayán se puso en la sala Miró Quesada de Miraflores. Es cierto, parece tan machista y egocéntrico que cualquier otro hombre debe parecer homosexual o travesti en sus pinturas. Entre rosas, fucisas, verdes o amarillos de aparente fosforescencia.

La contradicción es aparente. La selva maneja al mismo tiempo sus dos caras de realidad y fantasía. Abiertamente esotérica.